Canal y plan de desarrollo

AHORA se habla, así de repente, sobre la necesidad de que el país cuente con un plan de desarrollo. No es iniciativa del gobierno, ni de los profesores de economía del desarrollo; son representantes del sector privado y del sector obrero los que agitan en estos momentos la bandera de un plan y en relación con los ingresos que generará el Canal luego de la ampliación.

Al analizar este discurso se aprecia rápidamente que al susodicho plan se le ve como el resultado de "gran un consenso nacional", y que ambos, plan y consenso, sirven como puntos de apoyo en una estrategia de reforzamiento del voto favorable a la ampliación del Canal en el próximo referéndum.Los resortes motivacionales de este súbita perspectiva podrían describirse así: votamos "sí" el día de la consulta popular sobre el proyecto canalero y entonces todos seremos llamados a conversar sobre qué queremos hacer con la enorme cantidad de dinero que generará el negocio mejorado.

Entonces podremos planear entre todos, que es una forma de soñar en conjunto, nuestro futuro común. Si no hay proyecto, solo habrá frustración y amargura para compartir. Nos habremos negado el futuro. (No voy a examinar en este artículo lo que dicha posición implica respecto de los tributos que anualmente pagan los ciudadanos y ciudadanas en este país).

Preguntemos primero qué tanto se puede obtener a través de un plan nacional de desarrollo. Probablemente, lo que se dice que se quiere no es exactamente un plan nacional de desarrollo, en el estilo de los documentos técnicos y sofisticados de los años setenta, que eran parte de una estrategia y no de una táctica. Quizás lo que se quiere sea, más bien, una lista de proyectos de inversión de interés nacional, de manera que el gobierno se dedique a hacer lo acordado y no otra cosa.

El objetivo de acordar un plan (concebido de esta manera) sería doble: mitigar la falta de confianza en el Estado, por un lado, y reducir el rango de opciones que supondría el ejercicio del criterio político del grupo gobernante.Independientemente de si el plan se hace, o si el diálogo se convoca, pienso que ninguno de los dos objetivos señalados se lograrían. Para empezar la falta de confianza es un atributo del poder público en Panamá y no un problema solo en este gobierno.

De lo contrario el remedio sería muy sencillo: votar en contra del candidato oficialista en las elecciones del 2009. Pero la cuestión es más compleja: tras 15 años de democracia, la corrupción y la pobreza siguen erosionando las bases de la legitimidad de las autoridades. Es la conexión entre expectativas ciudadanas y desempeño del Estado, la que se cae con demasiada frecuencia y se expresa como un problema de falta de confianza en la vida pública.

No obstante, la falta de confianza hacia la que va dirigida la cura del plan es la que se refiere a los procesos de toma de decisiones políticas, y por eso lo que se propone es que la lista de los proyectos de inversión de interés nacional sea acordada mediante un "gran dialogo nacional", en el que participarían actores económicos y sociales relevantes, pero no los actores políticos.

No se ha reflexionado lo suficiente acerca de los costos que genera para los interesados este tipo de participación, si han de hacerlo con calidad y efectividad. Cuando no hay la capacidad de costear una participación de buena calidad, la participación se degrada a una mera presencia pasiva en una serie de actos públicos. Irónicamente, la única forma de participación que recibe financiamiento del Estado es la política, a través de los partidos, que es justamente, la que se excluye.

Cabe preguntarse si es una mayoría efectiva de ciudadanos la que puede pagarse la asistencia a diálogos nacionales y de esa manera "participar" organizadamente. Por regla general, esta forma de participación sectorial está motivada por la preservación de los propios intereses en juego. La legitimidad de cada participante en el diálogo, así como la evaluación del conjunto de los participantes, es un tema que no se interroga a fondo y así todo queda librado a la existencia o no de recursos propios, que es lo que decide quiénes participan y quiénes no.

Los así llamados diálogos podrían tener una base inequitativa que lógicamente afectará sus resultados, pues, teóricamente, el gobierno representa los intereses más generales de la sociedad y la operación del "diálogo" recortaría estos espacios en beneficio de portadores de intereses particulares.

Pese a lo dicho, "el plan" y "el consenso" aparecen en esta coyuntura como formas políticas emergentes, destinadas a sustituir o desplazar la importancia de las estructuras reales de la democracia. Porque una democracia se sustenta en instituciones permanentes, normadas y efectivas que garantizan la participación ciudadana en condiciones de igualdad y no discriminación, y no en una lista de instrucciones al gobierno acordada por sectores interesados.

Las instituciones tienen su marco de referencia en la Constitución y en las leyes, y no en la buena voluntad de las personas que nos gobiernan, o que nos quieren gobernar. Para que la democracia sea operativa debemos fortalecer sus instituciones, no los acuerdos entre grupos particulares. Para que la democracia genere un liderazgo de cambio hacia una cultura y valores democráticos, nunca habrá un mejor momento que los torneos electorales, pues así las democracias seleccionan a las personas que participan en los procesos de toma de decisiones.

El rol de la sociedad civil no puede ser el mismo que el del gobierno, de la misma forma que la autoridad no puede buscar mimetizarse en el bosque de la sociedad civil. Una cosa es (la responsabilidad de) tomar decisiones y otra muy distinta (la libertad de) fiscalizar el cumplimiento de funciones públicas. Una cosa es ejercer el poder público en virtud de mandatos constitucionales y otra participar en la vida pública de la nación.

¿Quién gana con tanta confusión?
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El Panamá América, Martes 11 de julio de 2006